MIRA AL HORIZONTE

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domingo, 15 de octubre de 2017

CAPITULO 10: EN LAS CALLES DE LA CIUDAD



Al salir de la floristeria, justo a la mitad del día...


El sol se apagó, más o menos, a la llegada del medio día, fundió sus plomos y dejó las calles repletas de rincones sombríos, fue como si alguien accionada un interruptor que oscureciera, de repente, todo el arco del cielo. Un viento ligero soplaba moviendo las hojas muertas del suelo, hojas que pintaban sobre el asfalto un cuadro invernal de color marrón y amarillo claro...

Ñito salió de la tienda con la cabeza embotada, las plantas ejercían sobre el un efecto analgésico, como si tuvieran poderes hipnóticos. Con esa sensación comenzó a caminar calle abajo, primero despacio y luego más rápido, pero siempre envuelto en esa extraña somnolencia que no le abandonaba. De pronto, sin causa alguna, se sintió un extranjero en su propia ciudad, como si anduviera torpemente por una superficie montañosa o por un lago helado...

La ciudad me pertenece -pensó Ñito mientras daba los primeros pasos, algo vacilantes, calle abajo, en dirección a la calle Xativa-; aún así, siento que me aplasta en cuanto salgo a la calle, trato de proyectarme sobre ella como un ave que planea sobre los edificios, pero no puedo, siempre huye a mi comprensión, mi vista no la alcanza, no la puede abarcar. La ciudad es inquebrantable, cae sobre mi como una fiera salvaje, me hace sentir miedo y un poco de vértigo, pasar de un espacio tan pequeño y limitado a otro tan inabarcable es como dejar atrás la tierra firme y de un salto lanzarse al mar infinito. Bajo su aparente orden y escondido a ras de suelo callejea el caos más absoluto. La ciudad tiene una cara vulgar y egoísta, y otra esplendorosa, en sus calles soy cauto, en ocasiones precavido, la tienda es demasiado tranquila y el asfalto es como un camino de brasas ardientes que se deforma, se curva y está repleto de imperceptibles baches. Desconfío de la ciudad aunque también la adoro. ¿Como es posible tal cosa?. Supongo que el amor también es así; un poco de desconfianza, algo de dependencia y un cariño instintivo, profundo y sutil. La ciudad me pertenece por que yo formo parte de ella, al igual que mis piernas y mis brazos forman parte de mi cuerpo.

Normalmente, voy rápido por las calles de la ciudad -con prisa aunque no tenga prisa- es mi forma de caminar, si he de ir de un punto a otro, lo hago sin demora, como si el tiempo pudiera escabullirse. ¡Para que entretenerse!. Pero, algunas veces, la ciudad me susurra al oído, es como si me atrapara en una llamada intensa procedente del mar y que llega hasta mi de mil formas diferentes; a través del baile prudente del viento al rozar suavemente con las hojas de los arboles, a través del canto lejano de los estorninos en los atardeceres rojizos de la primavera, o a través del reflejo fugaz del sol en las ventanas de los edificios más altos y acristalados. Solo entonces, al escuchar su llamada, igual que si suspirara por mi, camino muy despacio; salgo a la calle, me relajo y doy un paseo, la prisa se extingue como la débil llama de una cerilla. En esos casos, la ciudad me acoge y yo, la tomo de la mano y me dejo llevar y solo así, deja de ser un mar embravecido para convertirse en un pequeño estanque donde poder descansar y remojarse los pies. Al notar su llamada, camino sin rumbo, a donde quieran ir mis piernas o a donde me lleve la propia inercia de las calles. Es el instinto interior el mueve mis pasos en una especie de intuición atávica, algo que hace que mis piernas tengan vida propia.

Pero hoy, tengo mucha prisa. No hay susurro, ni paseo, no hay estanque apacible donde refrescarse. Mamá me espera para comer y por la tarde tengo que entregar las dos primeras coronas. ¡Unos mueren para que otros vivan, Ehh Ñito!. ¿Recuerdas?. ¡La vida es así!. Ya están casi terminadas, unos cuantos remates y a facturar.

El cielo está bajo y tristón, tomo conciencia de la realidad y continuo caminando, el brillante sol de medio día ha dejado paso a unas nubes grisáceas cargadas de hollín y de agua. La atmósfera parece grasienta. Más tarde lloverá, seguro. Hoy, camino rápido. No me quiero mojar.

Avanzo recto por la Avda del Baron de Carcer y giro, como siempre, por la misma esquina, la de la calle Xativa. Unos cuantos pasos y llego a la calle San Vicente. Con paso decidido camino directo hacia la Plaza de España; pequeñas ráfagas de viento mecen mis pasos y me avisan de la lluvia que está por venir, el aire repiquetea en las paredes de los edificios llenando el ambiente de una electricidad fina y agradable. Todo se encuentra espaciado, o al menos a mi me lo parece, como si “algo” pusiera una distancia imperceptible entre cada unas de las cosas y yo. Caen algunas gotas, chispea, la calle se llena de minúsculos puntitos de color gris, que, al poco, y de manera uniforme, humedecen todo el asfalto. En Valencia siempre llueve de un modo aleatorio y repentino, cae una manta de agua que anega las calles y después los cielos se abren dando paso a una atmósfera clara y renovada, más limpia que una patena. Valencia es extrema para el calor y para las lluvias, pero nunca hace frío. En todo caso, la ciudad parece más sucia cuando se nubla, es como si la ausencia del sol embruteciera el pavimento, también las personas parecen envueltas por una película gris capaz de difuminar incluso su alma...

Continuo mi marcha, torpemente esquivo a unas cuantas personas haciendo un escorzo para evitarlas; luego, doy un rodeo y bajo a la calzada para ir más rápido, la inminente lluvia aumenta mi prisa, los coches que vienen de frente casi se me echan encima. Despistado, camino como si mis movimientos pertenecieran a una película muda de los años 20. La calle San Vicente, estrecha al principio y ancha después, me resulta extrañamente larga y mis pies se hunden en arenas movedizas imaginarías. ¡Creo que la tienda reduce la percepción de mis sentidos!.¡Eso debe ser!. Al salir, están como anquilosados, los sonidos que me rodean son como esporas del tiempo venidas del pasado y aunque está nublado, la escasa luz me deslumbra como si fuera la de un molesto foco. ¡Quizás necesite unas gafas de sol! ¡Ya estoy harto de entornar siempre los ojos!. Al cabo de un rato, misteriosamente, todas las cosas inconexas encajan, aunque siempre quedan piezas sueltas...¡demasiadas piezas sueltas!.

Aturdido, alcanzo la Plaza de España, parece una olla a presión que bulle y burbujea en una danza ancestral. Cientos de personas cruzan sus caminos sin mirar atrás, parece imposible que no se choquen entre si; escucho gritos, saludos, algún claxon y muchas conversaciones inaudibles junto a los semáforos. Los sonidos, el olor húmedo del invierno, los cruces de miradas.. todo, absolutamente todo, se lo acaba llevando el viento, nada permanece fijo ni por un instante en las calles de la ciudad. Nada, ni siquiera las personas. Todas vuelan de un lugar a otro sin pensar en nada más, dejando tras de si apenas un rastro de si mismas; algunas, ni siquiera eso.

Ya no chispea, ha sido solo un aviso, un atisbo de lo que vendrá después, pero el agua rezuma en el aire, y desde el horizonte de las montañas avanzan negras unas nubes que son puros depósitos de lluvia, están deseosas de llegar a la ciudad para vaciar generosamente todo su contenido.

¡No puedo evitarlo, es como un vicio oculto!..De pronto, me fijo en las caras de la gente; en sus formas, sus curvas y sus expresiones. Es solo una manía absurda, quizás un poco estúpida. Nada grave, supongo. Pero siempre veo algo, todas las caras tienen algo detrás, algo que subyace bajo la superficie de su piel, algo fronterizo. Algunas, son inexpresivas como el barro cocido, otras sonríen escondiendo una mueca que se desgrana en un rictus hierático, unas pocas brillan llenas de luz y algunas, simplemente, ocultan algo, como si su cara fuera solo la mascara de un mimo. También hay caras hermosas, llenas de destellos, yo noto sus brillos...los cruces de miradas son como caricias en la piel, puedo captar determinados pensamientos lanzados al viento, intento atraparlos, para que no se pierdan. Para mi, es fácil interpretarlos. Las caras bellas me gustan, me hacen sentir bien.


Me cruzo con alguien y su brazo roza con el mio. Nos miramos, no me gusta. Siento un escalofrío y un nudo en la garganta. Me alejo. Su cara permanece un rato en mi recuerdo. Luego, se diluye. Pero el desasosiego me persigue un rato más. Finalmente, la inquietud se marcha. Entre tanta gente, hay algunos que dan miedo, yo los detecto, no se por qué.. La calle me recuerda a un mercado, un mercado de almas, ¿acaso la gente se compra o se vende?..no lo sé. Es un pensamiento absurdo, prefiero pensar que las almas son libres, aunque no logro convencerme del todo. Todas parecen atadas a algo.


Continuará...



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