Y un escalón y otro...se escucha el alegre “zap,zap,zap” de mis zapatillas al bajar; y en el ultimo escalón, no calculo bien la distancia y casi me caigo al suelo; la mano fuerte de Luis atrapa mi hombro, un leve soplido del viento roza mi piel, un reflejo brilla en los cabellos negros y ensortijados de Luis...
-¡Ten
cuidado
Eva,
estos
escalones
engañan...No
te
vayas
a
caer!
-¡Para
que
estás
tú,
un
hombretón
tan
fuerte
y
fornido! -bromeé
yo
con
ánimo
risueño...
Y
otro reflejo
del
sol,
muy
blanco,
esta vez sobre
el
agua
en
calma
de
la
fuente
del
Palau.
Escuchamos
algunas
voces
chillonas
y
unos
golpes. Eran
como
trompicones
destartalados
seguidos
de
gritos
de
euforia. Allí,
en
la
explanada
de
la
fuente
y
ayudados
por
unas
rudimentarias
rampas
de
madera,
un
grupo
de
jóvenes,
que
no
tendrían
mas
de
18
años,
practicaban
con
habilidad
el
snowboard
urbano;
cogían
carrerilla
y
de
canto,
se
abalanzaban
contra
la
rampa; en ocasiones, patín,
rampa
y
patinador
terminaban
desparramados
por
el
suelo
y
todo
el
conjunto,
junto
a
los
ruidos,
creaba
un
eco
sordo
que
resonaba
de
acá
para
allá por todo el río.
Luis
y
yo
pasamos
cerca
de
ellos,
mirándolos
con
curiosidad
y
mientras
nos
alejábamos,
a
nuestras
espaldas,
los
golpeteos
se
trasformaron
en
una
suerte
de
melodía
reconocible
y
familiar.
Caminamos
juntos en
dirección
al
mar,
como
si
quisiéramos
desembocar
en
él. La
tarde, mientras tanto,
se
hacia
por
momentos más
y
más
pequeña.
Algunos
pájaros
chillones
parecían
despertar
de
la
siesta;
estorninos,
o
gaviotas
perdidas,
o a
lo
mejor
palomas,
¡quien
sabe!;
cantaban y chillaban
uniéndose
al
eco
lejano
de
los
monopatines
de
la
fuente.
A la
izquierda
del
camino,
unos pinos muy juntos
formaban un bosque enmarañado,
se
arremolinaban los
unos
contra los
otros
besándose
por
la
parte
alta
de
las
copas; gracias a ellos, el
suelo estaba cubierto por una hermosa alfombra de
pinocha, capa marrón de
pequeñas ramitas muy uniforme y espinosa. Entre
los
frondosos
pinos había
zonas
de
sombras,
y otras
zonas
de
brillos, detrás de las altas copas se atisbaba el sol, repartiendo sus rayos de acá para allá...
Vimos
de
frente
a
una
pareja
de
corredores,
jadeaban
y
sonreían,
estaban
muy
sudados,
sentí
su
olor
rancio
mezclado
con
la
brisa
fresca
del
camino.
Luis
deslizó
su
brazo
por
mi
cuello,
no
lo
noté
en
mi
piel,
si
no
en
el
corazón,
como
si
una
cadena
formada
por
flores
lo
estrechara
con
un
suave
nudo. Él
no
dijo
nada,
yo
tampoco,
solo
fluimos
dulcemente
como
si
sustituyéramos
a
la
inexistente
agua
del
río
Turia. Es curioso,
tanto
los
corredores,
como
los
paseantes
y
los
pinos,
así
como
el
esbozo
del
sol
manso
del
invierno, todos,
en
su
fuero
interno,
añoran
el
agua
que
hace
años
inundaba
cada
esquina
del
río,
ahora
tan
seco,
tan
especial,
tan
humano
y
tan
extraño...
Luis
estaba
silencioso,
apretada
junto
a
él,
podía
escuchar
su
acompasada
respiración
y
esos
latidos
fuertes
dentro de
su
pecho. Miré
al
suelo,
nuestros
pies
se
arrastraban
por
el
camino
llevando
junto
a
ellos
pequeñas
piedrecitas
y
restos
de
tierra, de
pronto, súbitamente, se
encontraban
y
se
cruzaban,
en
una
especie
de
juego
infantil y travieso.
Algunos de los árboles,
podados
por
la
parte
de
arriba de sus copas,
arañaban
el
cielo
con
sus
ramas
puntiagudas
y
desnudas.
El cielo,
cada
vez
más
bajo,
mutaba
de un azul
puro
e
intenso
a
otro
más
terso
y
marengo,
claro
anuncio
de
la
inminente
llegada
del
crepúsculo
invernal.
-Nos
sentamos
ahí,
Eva,
en
ese
trocito
de
césped
-sugirió
Luis,
señalando
un
apartado
del
camino justo antes
de
llegar
a
uno
de
los
puentes,
y
que
parecía
un
pequeño
jardín
con un
seto alargado en uno de
sus extremos. Su voz
sonó
lenta
como
un
susurro
perezoso.
-Bien...si
quieres
-murmuré
yo,
imitando
su
tono,
que
en
mi
voz
sonó
como
un leve suspiro.
La
superficie del suelo era irregular pero agradable. Allí abajo, no
llegaba la brisa, pero se la intuía acariciando las ramas más altas de los
arboles que se movían de un lado a otro sin hacer apenas ruido.
Sentados parecíamos más pequeños, nos amparaba
la
robusta
pared
del
puente,
y el
fresco
césped repleto de finas
gotitas
de
humedad
que
traspiraban
con
la
intención
de
volver
raudas
al
cielo;
a
nuestras
espaldas, había
un
enorme
seto
de
plantas
indefinibles
y
en
una
de
las
paredes
del
puente,
una
enredadera
fuerte que ascendía
resplandeciente
deshilachando
sus
ramas
en
infinitos
caminos
por
toda
la
pared.
-¿Que
miras
Luis? -dije
yo,
apoyada
sobre
él
y
medio
tumbada. Luis
estaba tan
absorto
mirando
al
cielo que parecía
presa
de
una
especie
de
trance
-¡Mira
ahí!
-replico
él,
y
señaló
a
uno
de
los
extremos
del
puente-; la
ves Eva,
no
te
parece
preciosa..
Su
dedo
señalaba
a
una
enorme
estatua
de
piedra,
muy
grande
y
que
por
su
aspecto,
debía
pesar
una
barbaridad. En
realidad,
había
cuatro
estatuas
idénticas,
una
en
cada
extremo
del
puente,
pero
Luis
señalaba
solo
una,
la
más
cercana.
Asemejaba
un
tigre
crispado en
el
momento
que
antecede
al
ataque,
con
cuerpo
de
hombre
y
unas
alas
como
de
ángel,
recias
y
pesadas, sus
fauces
abiertas mostraban unos
colmillos afilados y puntiagudos, que aún resultando
amenazantes,
eran
tan
bellos
como
la
propia
esencia
de
los
animales
salvajes. Aquella figura tenía la cabeza muy
fina,
esbelta y atractiva, y toda ella se
recortaba
sobre
el
horizonte
en
calma
de
la
ciudad, linea lejana del
cielo que
ya
empezaba
a
enrojecer
suavemente;
era
como
si
un
animal
mítico
dibujara
su
negra
silueta
sobre
el
azul
difuminado
del
cielo que ya se mezclaba con
el
ardiente
sol
crepuscular del invierno.
Toda
la
figura
estaba en tensión;
los brazos,
apostados
sobre
un
ancho pedestal
de
piedra,
las piernas,
cortas y robustas,
y
las alas,
férreas
y
poderosas,
a
punto
de
alzar el vuelo para
iniciar
una
especie
de
cacería
onírica
y
suburbana.
-¿Es
ahí,
donde
dices,
a
esa estatua tan grande?;
es como
una
pantera
o
un
dragón
con
cuerpo
de
hombre,
¿no Luis? -dije yo.
-Es
una
gárgola Eva -aseguró
él
mostrando
una
sonrisa tan
verde que
por
alguna
razón se
coló
como
una
chispa de luz dentro de
mi
alma.
(
Y
junto
a
su
sonrisa,
deposite
la
flor,
que
echó
raíces
en
mis
recuerdos)
-Ah,
una
gárgola,
como
las
que
hay
en
las
catedrales
o
en
los
monumentos,
y
que
sirven
como
desagüe
o
como
ornamento...¿no
Luis? -pregunté
yo,
haciendo
un
escorzo
leve con mi cuerpo
y
juntando
mi
cara
contra
su
pecho.
-Si...pero
en
realidad
una
gárgola
es
mucho
más
que eso,
Eva -replicó
él,
que
no
dejaba
de
mirar,
ni
por
un
instante,
a
la
enorme
figura
que
coronaba
el
puente; y con
una
expresión
algo
errática
pero
de mucho
entusiasmo añadió;
Eva,
este
es
el
Puente
del
Reino,
pero
todos
lo
llaman
el
Puente
de
las
Gárgolas,
es
como
si
las
cuatro
figuras
se
hubieran
apropiado
de
él
y
de
su
nombre...rebautizándolo
a
su
antojo,
y
nosotros,
los
pobres
humanos,
hubiéramos
asumido
la
nueva
denominación
sin
rechistar,
sin
darnos
cuenta
y
como
algo
natural...
Luis
calló por un momento, su
mirada
se quedó extraviada en
aquella
figura,
ahora
opaca,
que
parecía
tomar
vida
al contraluz
del
tenue
sol
de
la
ciudad, y así permaneció un buen rato,
en
silencio,
muy
relajado, para después añadir muy
misterioso; -El
Puente
de
las
Gárgolas,
Eva...un
lugar
terrible
y
fantástico,
imaginalo
en
plena
noche,
con
las
figuras
envueltas
por
la
mas
absoluta
oscuridad..
-Si,
me lo
imagino,
dije
yo...y
me
reí; yo solo le seguía la corriente, como quien sigue a un gato por pura
curiosidad,
pero
también me
quedé muy
relajada
y
así,
tan
cómoda,
me
puse
a
soñar,
tumbada sobre
el
verde
césped,
ligeramente
recostada
sobre el torso de Luis y
con
su
brazo,
muy
tierno,
cruzando
todo
mi
cuerpo...
Continuará...
Continuará...
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