MIRA AL HORIZONTE

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martes, 2 de agosto de 2016

CAPITULO 1: EVA Y LA GRIETA

Turno de noche en el Hospital General de Valencia, justo en la parte baja de la ciudad, muy cerca del nuevo cauce del río... 



Nunca le había dado demasiada importancia, ¡Son cosas que pasan!, solo suceden, están, lo mejor es ignorarlas como si no existieran, no hacerles caso, dejarlas pasar....

Desde entonces, no puedo.

Desde aquel día eterno del mes de febrero, las cosas invisibles rivalizan con las visibles convirtiendo en palpable, todo aquello que, por su naturaleza, no debería estar ahí, o tal vez si, no lo sé...No escucho nada, solo un pellizco en los limites de la intuición y un dedo impreciso arañando mi frente, entonces, algo empuja mis ojos que se detienen en un punto muy concreto, ¡y ahí está!, una alargada sombra que se extiende como un borrón sobre el papel blanco, la chispa de un segundo, un instante robado al transito global del tiempo en el universo, la veo, como quien ve una ola gigante acercándose a la playa, capaz de imponer su presencia con un halo maligno e hipnótico.

Antes, solo hubiera sentido un leve rubor, un escalofrío o un algo irreconocible visto a través del rabillo del ojo, ahora, desde hace un tiempo, desde aquel día lluvioso y triste, veo una sombra, autentica, reconocible, real como las estrellas que cuelgan del cielo en las noches mas abiertas del verano, no se cuando cambio la percepción, o si la provoca algún tipo de matiz de la realidad que solo yo puedo ver, o algo interno que subyace en los puntos mas desconocidos de mi propio ser. No hay explicación, no es nada, solo, está ahí, una mancha negra y con ella, una descarga de electricidad y un latigazo muy fiero en la boca misma del estómago, justo donde las tripas se juntan con la esencia que nos hace seres humanos. No hay miedo, ¡que extraño!, ¿acaso curiosidad?...un poco.

Suspiro profundamente y... se va.


Otras compañeras también han visto algo, cosas extrañas que cada una interpreta a su manera; algunas se ríen sin darle importancia utilizando la ignorancia como una útil y eficaz defensa, otras, reconocen lo evidente dejando a la interpretación de su imaginación las causas últimas de aquello...Y algunas mas, no ven nada, o eso dicen, y apenas muestran interés por esos temas, ¡cosas del estrés o del cansancio!, suelen decir. Sucede cerca de agujero de la segunda planta, un viejo descargadero de ropa caído ya en desuso, un orificio muy estrecho oprimido entre los antiquísimos ladrillos de la pared del hospital y que conectaba esa planta con la lavandería abandonada del subsuelo del edificio. Ya no sirve para nada, pero sigue ahí, nadie había pensado que, quizás, lo mejor sería tapiarlo, cegarlo para siempre, convertirlo en una cicatriz indolora de pintura fresca resaltando sobre el resto de la ennegrecida pared, jamás repintada. Dicen que, hace años, un niño pequeño se cayó por el viejo agujero y murió; ¡leyendas urbanas de hospital!, es posible. Los hospitales habitan en limbos perdidos, en tierras de nadie, la mayoría, son engullidos por las ciudades en su imparable expansión convirtiéndose en engendros, en edificios apestados, en miembros de un cuerpo situados en el lugar equivocado; los hospitales, por su intrínseca naturaleza, pertenecen a los extrarradios de las ciudades y ahí deben estar, al igual que los cementerios o las desangeladas rotondas, círculos inmensos sin vida que anudan con eficacia los distintos barrios que se extienden mas allá de los centros urbanos. El Hospital General de Valencia es un miembro exento de cuerpo, un monstruo blanco insertado entre las feas casas de renta antigua del Barrio de la Luz, pertenece a la ciudad, pero hace tiempo quedó olvidado por ella, igual que los niños caprichosos olvidan sus juguetes al termino de la primera y fulgurante emoción, nada más triste que un juguete olvidado por un niño caprichoso, su alma se pudre mientras le invade una fina e incolora capa de polvo...

                                                                             ***

Luis siempre me recogía en la entrada del hospital. Aparcaba su coche, no demasiado lejos de la puerta principal del edificio y merodeaba de un lado a otro por las calles mas cercanas, luego, me hacia esperar cinco minutos, o diez, nunca más de diez..más hubiera sido demasiado tiempo. Yo lo sabía, así que antes de acabar de trabajar, al pasar revista al último paciente o mientras dejaba en la taquilla del vestuario el traje de enfermera y los pesados zuecos, ya lo imaginaba paseando por la Avenida de Tres Cruces con las manos en los bolsillos y mirando a los arboles o a los edificios. Luis lo observaba todo con esa mirada lejana propia de los que siempre miran el mar; mirada verde, indescifrable y soñadora. Le encantaba mirar hacia arriba, a las cosas más altas, nunca supe por qué. En los momentos de pacifico silencio le sorprendía mirando a la flor de algún árbol, o a una hoja, o a las altas figuras que rematan los monumentos y las estatuas urbanas, cualquier cosa que estuviera a más de cinco metros por encima de su cabeza.
Era febrero y la tarde era fresca, más propia de una primavera primeriza que del crudo invierno, la brisa, pacifica y cautivadora, soplaba a ráfagas, iba y venia oscilante y caprichosa arrastrando junto a ella olores indefinibles y vagos recuerdos de sonidos muy lejanos. Producto de la tranquilidad, la calle tenía eco, algo muy propio de los suaves atardeceres del invierno en la ciudad. El cielo, límpio y despejado, estaba azul, un azul de puro barniz reluciente

Esta vez, no tardó..

-¡Chico, que raro, tú tan puntual!..
Al salir del hospital, allí estaba, plantado en la puerta principal del edificio, junto a la enorme cancela de hierro verdoso, cosido al suelo, enraizando en infinitas ramas muy dentro de mi corazón.

(Aun le veo cada día, permanece firme como las raíces de un sauce, eterno como el olor del jazmín en las mañanas de la primavera, pero solo es un deseo, filtrándose a través de la memoria, deslizándose por la extraña grieta que se abre desbocada en las entrañas de mi corazón.)



Continuara...

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