Al salir de la floristeria, justo a la mitad del día...
El
sol
se
apagó,
más
o
menos, a la llegada del medio día,
fundió
sus
plomos
y dejó las
calles
repletas
de
rincones
sombríos,
fue
como
si
alguien
accionada
un
interruptor
que
oscureciera,
de
repente,
todo
el
arco del cielo.
Un
viento ligero
soplaba
moviendo
las
hojas
muertas
del
suelo, hojas
que
pintaban
sobre
el
asfalto
un
cuadro
invernal de
color
marrón
y
amarillo
claro...
Ñito
salió
de
la
tienda
con
la
cabeza
embotada,
las
plantas
ejercían
sobre
el
un
efecto
analgésico,
como
si
tuvieran
poderes
hipnóticos. Con esa sensación comenzó
a
caminar calle
abajo,
primero despacio
y
luego
más
rápido,
pero
siempre
envuelto
en
esa
extraña
somnolencia
que
no
le
abandonaba.
De
pronto,
sin
causa
alguna,
se
sintió
un
extranjero
en
su
propia
ciudad, como si anduviera
torpemente por una superficie montañosa o por un lago helado...
La
ciudad
me
pertenece -pensó
Ñito
mientras
daba
los
primeros
pasos,
algo
vacilantes,
calle
abajo,
en
dirección
a
la
calle
Xativa-; aún
así,
siento
que
me
aplasta en
cuanto
salgo a la calle,
trato
de
proyectarme
sobre
ella
como
un
ave
que
planea
sobre
los
edificios,
pero
no
puedo,
siempre
huye
a
mi
comprensión, mi
vista
no
la
alcanza,
no
la
puede
abarcar.
La
ciudad
es
inquebrantable,
cae
sobre
mi
como
una
fiera
salvaje,
me
hace
sentir
miedo
y
un
poco
de
vértigo, pasar
de
un
espacio
tan
pequeño
y
limitado
a
otro
tan
inabarcable
es
como
dejar atrás
la
tierra
firme
y
de
un
salto lanzarse
al
mar
infinito.
Bajo
su aparente
orden
y
escondido
a
ras
de
suelo
callejea
el
caos
más
absoluto.
La
ciudad tiene una cara
vulgar y
egoísta, y otra esplendorosa, en
sus
calles
soy
cauto,
en
ocasiones
precavido,
la
tienda
es
demasiado
tranquila
y
el
asfalto
es como
un
camino
de
brasas
ardientes
que
se
deforma,
se
curva
y
está repleto
de
imperceptibles
baches.
Desconfío
de
la ciudad aunque
también
la
adoro.
¿Como
es
posible
tal
cosa?.
Supongo
que
el
amor también es
así;
un
poco
de
desconfianza,
algo
de
dependencia
y
un
cariño
instintivo,
profundo
y
sutil.
La
ciudad
me
pertenece
por
que yo formo
parte
de
ella,
al
igual
que
mis
piernas y mis
brazos
forman
parte
de
mi
cuerpo.
Normalmente,
voy rápido por las
calles de la ciudad -con prisa aunque no tenga prisa- es
mi
forma
de
caminar, si
he
de
ir
de
un
punto
a
otro,
lo
hago
sin
demora,
como
si
el
tiempo
pudiera
escabullirse. ¡Para
que
entretenerse!. Pero,
algunas
veces,
la
ciudad
me susurra al
oído, es como si me
atrapara en una llamada intensa procedente del mar y que llega hasta
mi de mil formas diferentes; a través del baile prudente del viento
al rozar suavemente con las hojas de los arboles, a través del
canto lejano de los estorninos en los atardeceres rojizos de la primavera, o a través del reflejo fugaz del sol en las ventanas de
los edificios más altos y acristalados. Solo
entonces, al escuchar su llamada, igual que si suspirara por mi, camino muy
despacio; salgo
a
la
calle,
me
relajo
y
doy
un
paseo,
la
prisa
se
extingue
como
la
débil
llama
de
una
cerilla.
En
esos
casos,
la
ciudad
me
acoge
y
yo,
la
tomo
de
la
mano
y
me
dejo
llevar
y
solo
así,
deja
de
ser
un
mar
embravecido
para convertirse
en
un
pequeño
estanque
donde
poder
descansar
y
remojarse
los
pies.
Al
notar
su
llamada,
camino
sin
rumbo,
a
donde
quieran
ir
mis
piernas
o
a
donde
me
lleve
la
propia
inercia
de
las
calles.
Es
el
instinto
interior
el
mueve
mis
pasos en una
especie
de
intuición
atávica, algo que hace
que mis piernas tengan vida propia.
Pero
hoy,
tengo
mucha
prisa.
No
hay
susurro, ni paseo, no
hay
estanque
apacible
donde
refrescarse.
Mamá me
espera
para
comer
y
por
la
tarde
tengo
que
entregar las
dos primeras
coronas.
¡Unos
mueren
para
que
otros
vivan,
Ehh
Ñito!. ¿Recuerdas?. ¡La
vida
es
así!.
Ya
están casi
terminadas,
unos
cuantos
remates
y
a
facturar.
El
cielo está
bajo
y
tristón, tomo conciencia
de la realidad y
continuo
caminando,
el
brillante
sol
de
medio
día
ha
dejado
paso
a
unas
nubes
grisáceas
cargadas
de
hollín
y
de
agua.
La
atmósfera
parece
grasienta.
Más
tarde lloverá,
seguro.
Hoy,
camino
rápido.
No
me
quiero
mojar.
Avanzo
recto por
la
Avda
del
Baron
de
Carcer
y
giro,
como
siempre,
por
la
misma
esquina,
la
de
la
calle
Xativa.
Unos
cuantos
pasos
y
llego a la
calle
San
Vicente. Con paso
decidido camino directo
hacia la
Plaza
de
España;
pequeñas
ráfagas
de
viento
mecen
mis
pasos
y me
avisan
de
la
lluvia
que
está por
venir,
el
aire
repiquetea
en
las
paredes
de
los
edificios llenando
el ambiente de una electricidad fina y agradable.
Todo se encuentra espaciado, o al menos a mi me lo parece, como si “algo” pusiera una distancia
imperceptible entre cada unas de las cosas y yo. Caen algunas gotas,
chispea, la calle se llena de minúsculos puntitos de color gris,
que, al poco, y de manera uniforme, humedecen todo el asfalto. En
Valencia siempre llueve
de
un
modo
aleatorio
y
repentino, cae
una
manta
de
agua
que
anega las
calles
y
después
los
cielos
se
abren
dando
paso
a
una
atmósfera
clara y renovada,
más
limpia que una
patena. Valencia
es
extrema
para
el
calor
y
para
las
lluvias,
pero
nunca
hace
frío. En todo caso,
la
ciudad parece
más
sucia
cuando
se
nubla, es
como
si
la
ausencia
del
sol
embruteciera
el
pavimento, también
las
personas
parecen
envueltas
por
una
película
gris
capaz
de
difuminar
incluso
su
alma...
Continuo
mi
marcha,
torpemente
esquivo
a
unas
cuantas
personas
haciendo
un
escorzo para evitarlas; luego,
doy
un
rodeo
y
bajo
a
la
calzada
para
ir
más
rápido, la inminente
lluvia aumenta mi prisa,
los
coches
que vienen
de
frente casi
se
me
echan
encima.
Despistado,
camino
como
si
mis
movimientos
pertenecieran
a
una
película muda
de
los
años
20.
La
calle
San
Vicente, estrecha al
principio y ancha después,
me
resulta
extrañamente
larga y
mis
pies
se
hunden
en
arenas
movedizas
imaginarías.
¡Creo
que
la
tienda
reduce
la
percepción
de
mis
sentidos!.¡Eso
debe
ser!. Al
salir,
están
como
anquilosados, los
sonidos
que
me
rodean
son
como
esporas del tiempo venidas del
pasado
y aunque está nublado,
la escasa
luz
me
deslumbra
como
si
fuera
la
de
un molesto foco. ¡Quizás
necesite
unas
gafas
de
sol! ¡Ya
estoy
harto
de
entornar
siempre
los
ojos!.
Al
cabo
de
un
rato,
misteriosamente,
todas las
cosas inconexas
encajan,
aunque
siempre
quedan
piezas
sueltas...¡demasiadas
piezas
sueltas!.
Aturdido,
alcanzo la
Plaza
de
España,
parece
una
olla
a
presión
que
bulle
y
burbujea
en
una
danza
ancestral. Cientos de
personas
cruzan
sus
caminos
sin
mirar
atrás,
parece
imposible
que
no
se
choquen
entre
si;
escucho
gritos,
saludos,
algún
claxon
y
muchas
conversaciones
inaudibles
junto
a
los
semáforos.
Los
sonidos,
el
olor
húmedo
del
invierno,
los
cruces
de
miradas..
todo,
absolutamente
todo,
se
lo
acaba
llevando
el
viento,
nada
permanece
fijo
ni
por
un
instante
en
las
calles
de
la
ciudad.
Nada,
ni
siquiera
las
personas.
Todas
vuelan
de
un
lugar
a
otro
sin
pensar
en
nada
más, dejando tras de si
apenas un rastro de si mismas; algunas, ni siquiera eso.
Ya
no chispea, ha sido solo un aviso, un atisbo de lo que vendrá
después, pero el agua rezuma en el aire, y desde el horizonte de las
montañas avanzan negras unas nubes que son puros depósitos de
lluvia, están deseosas de llegar a la ciudad para vaciar
generosamente todo su contenido.
¡No
puedo
evitarlo,
es
como
un
vicio
oculto!..De
pronto,
me
fijo
en
las
caras
de
la
gente; en sus formas, sus
curvas y sus expresiones. Es
solo
una
manía
absurda,
quizás
un
poco
estúpida.
Nada
grave,
supongo.
Pero siempre
veo
algo,
todas
las
caras
tienen
algo
detrás,
algo
que
subyace
bajo
la
superficie
de
su piel,
algo
fronterizo.
Algunas,
son
inexpresivas
como
el
barro
cocido,
otras
sonríen
escondiendo
una
mueca
que
se
desgrana
en
un
rictus
hierático, unas
pocas
brillan
llenas
de
luz
y
algunas,
simplemente,
ocultan
algo,
como
si
su
cara
fuera
solo
la
mascara
de
un
mimo.
También
hay
caras
hermosas,
llenas
de
destellos,
yo noto
sus
brillos...los
cruces
de
miradas
son
como
caricias
en
la
piel,
puedo
captar
determinados
pensamientos
lanzados
al
viento,
intento
atraparlos,
para
que
no
se
pierdan.
Para
mi,
es
fácil
interpretarlos.
Las
caras
bellas
me
gustan,
me
hacen
sentir
bien.
Me cruzo con alguien y su brazo roza con el mio. Nos miramos, no me gusta. Siento un escalofrío y un nudo en la garganta. Me alejo. Su cara permanece un rato en mi recuerdo. Luego, se diluye. Pero el desasosiego me persigue un rato más. Finalmente, la inquietud se marcha. Entre tanta gente, hay algunos que dan miedo, yo los detecto, no se por qué.. La calle me recuerda a un mercado, un mercado de almas, ¿acaso la gente se compra o se vende?..no lo sé. Es un pensamiento absurdo, prefiero pensar que las almas son libres, aunque no logro convencerme del todo. Todas parecen atadas a algo.
Continuará...